Concilios de Toledo

Concilios de Toledo

Concilios de Toledo es el nombre que reciben los dieciocho concilios celebrados en Toledo entre el año 397 y el 702, y salvo el primero, acaecieron durante la dominación visigoda de la Península Ibérica. En la España Visigoda existieron asambleas de representación colectiva: el llamado Senatus y los Concilios de Toledo.

Las reuniones visigodas conciliares fueron de dos clases: provinciales, que agrupaban el episcopado provincial bajo la presidencia metropolitana; y generales, que agrupando los obispos del reino, trataban temas de interés común.

Estas asambleas político-religiosas de la monarquía visigótica eran convocadas por el Rey y presididas por el Arzobispo más antiguo (posteriormente por el de Toledo), donde la representación se reducía a las altas jerarquías eclesiásticas y a la nobleza.

El III Concilio de Toledo de 589 fue el primero en tener carácter general, y en él se decidió el abandono del arrianismo por los jerarcas visigodos y la consiguiente incorporación política de los hispanorromanos, momento en el que se produjo la conversión de Recaredo y los godos al catolicismo.

En el IV Concilio de Toledo de 633 se sancionó el carácter electivo de la monarquía visigoda. Durante estos Concilios se tomaron decisiones respecto a los límites del poder real, pero muchos fueron usados para legalizar golpes de fuerza y usurpaciones, y algunos impusieron medidas represivas contra los judíos, como el XVII Concilio de Toledo del año 694.

Contenido

Concilios

Carácter y modo de desarrollo de los Concilios

Se ha discutido mucho sobre qué clase de Asamblea eran los Concilios generales. No existe un paralelo en ningún país y, por tanto, la cuestión está abierta a múltiples interpretaciones. En general, por algunas indicaciones sabemos que los Concilios constituían una forma de apoyo al Rey o a su política, pero se desconoce si se trataba de un apoyo meramente moral, de un apoyo secundario (estando la base del poder del Rey en los nobles y el ejército), o de un apoyo decisivo sin el cual el Rey no habría obtenido el apoyo de los nobles o de la población, muy influida por las autoridades religiosas.

Las decisiones del Concilio versaban sobre las peticiones del rey (aparte de los temas de estricta disciplina eclesiástica) y se adoptaban por mayoría (a partir del VIII Concilio, la asistencia de nobles palatinos acercó a los godos a la mayoría o tal vez se la dio). Los obispos que defendían las posiciones derrotadas estaban obligados a asumir las decisiones conciliares bajo pena de excomunión.

En todos los casos, las decisiones adoptadas iban en la dirección sugerida por el Rey y raramente vulneraron los deseos de éste (si lo hicieron, el Rey podía no confirmar los resultados del Concilio), presentando como mínimo normas que pudieran ser del agrado real. El Rey nunca fue criticado por los Obispos en un Concilio, aunque a veces se criticó al Rey anterior.

La asistencia al Concilio era obligatoria, salvo enfermedad o realización de un encargo del Rey; la pena por incumplimiento debía ser la excomunión por un año.

Los Sínodos provinciales trataban teóricamente temas eclesiásticos, a menudo originados en la provincia, pero cuya vigencia se extendía a las otras provincias.

Se celebraban en una iglesia metropolitana que permanecía cerrada a los fieles, debiendo entrar los participantes por una única puerta vigilada por los ostiarios (ostiarii, «porteros»). Los Obispos se sentaban en círculo por orden de antigüedad, y cuando ya estaban colocados, entraban algunos sacerdotes que podían asistir que también se sentaban, colocándose detrás de los Obispos; después accedían los diáconos con derecho a hacerlo, que permanecían de pie; finalmente entraban los laicos invitados, junto a sus secretarios (notarii) que redactarían las actas (ningún miembro el clero inferior podía asistía a los Sínodos). Todos ya en sus lugares se cerraba la puerta vigilada por los ostiarios. Se iniciaba entonces una sesión protocolaria de rezos y preámbulos. Después el Arzobispo metropolitano solicitaba la presentación de los temas por orden (cada una debía presentarse después de ser tratada la anterior).

Tratados los temas se llamaba a aquellos clérigos o laicos que habían quedado fuera y tuvieran algo que decir, pues cualquiera podía presentar quejas contra Obispos, jueces, nobles o cualquier otra persona. El archidiácono recogía las quejas presentadas y las presentaba a la reunión y si era adecuado, el demandante era llamado para hablar. Si la petición o queja era aceptaba, se comunicaba a un funcionario real (executor) para hacer comparecer ante el Sínodo a la persona demandada. Cerrados todos los casos, terminaba el Concilio con unas oraciones (para Dios y el rey) y la firma de las actas (cuyo primer firmante era el metropolitano).

Funciones

En los concilios se trataba principalmente de asuntos doctrinales religiosos y pautas de comportamiento eclesiástico, aunque también otros de naturaleza diversa como las condiciones necesarias para la elección del monarca, o la forma en que debía llevarse a cabo y velaron por el cumplimiento del juramento del Rey. También supervisaron la legitimidad de los levantamientos otorgando su refrendo moral a quienes por la fuerza habían alcanzado el poder, aseguraron las garantías judiciales de magnates y eclesiásticos. Resumiendo, establecieron las pautas a las que debía ajustarse la marcha del Estado y la conducta de los monarcas.

Naturaleza

Existen dos posturas acerca de su naturaleza. Algunos defienden su naturaleza eclesiástica y otros su carácter civil o político. La gran mayoría coincide que pese a sus atribuciones, las asambleas eran tan solo religiosas ya que actuaron en virtud de su propia autoridad eclesiástica (García-Gallo) y que en ellas ni se legisló ni se juzgó (Sánchez-Albornoz). En la postura contraria nos encontramos al historiador catalán Ramón d´Abadal quien ha sostenido que los concilios eran también asambleas legislativas y órganos de control político, que sí legislaron y juzgaron. Resumiendo, se tratarían de asambleas de carácter mixto, que tratarían asuntos tanto eclesiásticos como políticos. Según la tesis de Myriam Romero Gallardo, estas asambleas eran de carácter eclesiastico en un principio, pero tras la conversión al catolicismo en el IV Concilio de Toledo asumieron un carácter mixto.

Convocatoria

El Rey era el encargado de convocar las asambleas conciliares, así se testimoniaba en las propias asambleas, reunidas por la decisión y voluntad de uno u otro monarca. Esto se realizaba de dicho modo incluso siendo los asuntos a tratar y por los que se había convocado la asamblea, estrictamente eclesiásticos, teniendo como ejemplo el Concilio XIV.


Celebración

La asamblea comienza tras el acto de presencia del rey junto con su comitiva una vez congregados los obispos en la iglesia toledana. El rey dirige un discurso o mensaje a los asistentes, llamado tomo regio, en el que se explica el objetivo de la reunión y los asuntos a tratar. Se comenzará primero por los problemas teologales, morales y eclesiásticos, para pasar luego a los concernientes a la vida política del reino. Los cánones promulgados por esos concilios reciben sanción civil mediante la llamada Lex in confirmatione Concilii. La transgresión de las disposiciones acarrea penas temporales y espirituales: la excomunión.

Museo de los Concilios de Toledo y de la Cultura Visigoda

Este museo se instaló en 1969 en la Iglesia de San Román, en la ciudad de Toledo. Contiene códices en letra visigótica y ejemplos de hallazgos arqueológicos, de orfebrería y joyería, procedentes tanto de la ciudad de Toledo como de la provincia.


Clasificación de los Concilios

Los Concilios podían ser de distintos tipos, dependiendo de los temas tratados y del número de obispos asistentes, así como de la autoridad que los convocaba. Tenemos noticias de los veintiséis concilios celebrados en el Reino visigodo, desde la conversión de Recaredo hasta la caída del Reino visigodo, desde el año 589 al 711. Aunque varias veces se establecieron detalladamente los intervalos con que debían celebrarse los concilios tanto generales como provinciales, éstos, en la práctica, no se celebraron con regularidad cronológica sino para responder a una necesidad concreta. Los concilios generales gozaban de la máxima autoridad dentro de la Iglesia visigoda. Una vez aprobado un canon (ley) o establecida una determinada forma de actuar, todos estaban obligados a obedecer y cumplir lo establecido en tanto que tal ley no fuese revocada. En el tercer Concilio de Toledo (589), se hizo distinción entre concilios generales, en los que se debían discutir las cuestiones de fe y asuntos que afectasen a toda la Iglesia española, y los provinciales, que debían tratar de los demás asuntos. Los concilios generales fueron la expresión más clara de la unidad de la Iglesia visigoda y lo que les dio el carácter de generales fue el número de los asistentes y los asuntos tratados. Asistían a ellos los obispos de todo el reino visigodo, y a los provinciales solamente los obispos de la provincia eclesiástica donde se celebraban.

Clasificación de los concilios -Ecuménicos (de toda la iglesia) -Generales (de oriente u occidente) -Extraterritoriales (de varias provincias eclesiásticas) -Patriarcales (de un patriarcado) -Plenarios (sin patriarcado) -Provinciales (de una provincia eclesiástica)


Historia del III Concilio de Toledo

Con anterioridad al Concilio III, se habían celebrado en Toledo otros dos, que abren el orden numérico de la serie de Concilios toledanos. El Concilio I tuvo lugar en plena época romana (397-400), y giró en torno a las secuelas de la crisis priscilianista . El II Concilio se reunió el 17 mayo 527, durante el reinado de Amalarico, bajo la monarquía visigodo-arriana. Con el III Concilio de Toledo las reuniones eclesiásticas se convierten en asambleas representativas del reino, acudiendo a dichas congregaciones magnates, obispos, nobles y el rey para tratar asuntos políticos.

Fue en el año 586 cuando Recaredo sucede a Leovigildo, a comienzos del 587 se había convertido ya al catolicismo. Es curioso y significativo ver cómo en las fuentes hispanas se omite el hecho de que su hermano Hermenegildo fuese católico, ni siquiera Leandro de Sevilla hace referencia a él con motivo del III Concilio de Toledo, en que Recaredo y su mujer, la noble Baddo, declaran su conversión, acompañados de un nutrido grupo de nobles y obispos visigodos. No hay apenas ninguna mención del papel de Recaredo en la guerra entre su padre y su hermano, sólo que un año más tarde ordenó matar al ejecutor de Hermenegildo. Parece como si se hubiera procedido a un pacto de silencio entre la jerarquía real y la eclesiástica sobre tan oscuro pasado.

Se menciona a Recaredo como el continuador de la gran obra unificadora de Leovigildo, pero con la matización de que ésta se vio oscurecida por la perfidia religiosa. El nuevo rey es el adalid del catolicismo y quien consigue la unidad religiosa. La moderna historiografía, en diversas ocasiones, ha mitificado este hecho y su inmediata consecuencia: la celebración del mencionado III Concilio de Toledo. Sin embargo, el Concilio, según se deja traslucir de las intervenciones del propio rey, de la homilía de Leandro y del contenido en general, debió ser un intento de negociación de unificación religiosa, pero de gran alcance político. Sin pretender negar una conversión real, parece que el entramado político es mucho mayor y no simplificable a una identificación de unidad religiosa-unidad nacional, una vez liquidada la monarquía visigoda. El rey ponía una serie de condiciones en lo relativo a su intervención en el nombramiento de obispos, de este modo, los arrianos verían facilitado su paso a la confesión católica, sin necesidad de reconsagrar iglesias o rebautizarse; el clero católico tendría capacidad jurídica sobre diferentes causas y control en la política administrativa, en definitiva, se hacía patente algo que ya fue irreversible en lo sucesivo: la fuerte implicación entre Iglesia y Estado.

No todos los sectores vieron bien las consecuencias de este Concilio, del que Recaredo salía fortalecido en su papel de rey frente a ciertas tendencias nobiliarias, que no verían con buenos ojos esta fusión, ni la prepotencia de algunos hispanorromanos. De hecho, hubo algunos intentos de usurpación como el de los nobles de Mérida, como Segga, con el obispo Sunna a la cabeza, descabezada por la traición de uno de ellos, Witerico, el que luego sería rey, y por la intervención militar del dux de la Lusitania, el hispanorromano Claudio, según se documenta en las Vitas sanctorum patrum Emeretensium. Este mismo Claudio sofocaría otra rebelión en la Narbonense, de Granista, Wildigerno y otros nobles, también con un obispo arriano en sus filas Athaloco. Incluso hubo un complot por parte de su madrastra Gosvinta y el obispo Uldia, sofocado rápidamente. Al lado de estos intentos, tuvo también que combatir a otros grupos, como a los vascones y a los bizantinos, éstos acaudillados por el dux Comenciolo.


Enlaces externos

[1] [2] Gran Enciclopedia Rialp Hertling, Ludwig; Historia de la Iglesia Orlandis, José; Historia de la Iglesia Cárcel, Vicente; Breve historia de la Iglesia en España


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