Motín del 2 de agosto de 1810

Motín del 2 de agosto de 1810

El 2 de agosto de 1810, se produjo una insurreción del pueblo de Quito capital del actual Ecuador, que se levantó contra las tropas españolas que ocupaban la ciudad, con la intención de liberar a los próceres de la Primera Junta de Gobierno Autónoma de Quito, quienes habían sido acusados de crímenes de lesa majestad y para los cuales el fiscal pedía pena de muerte. El pueblo quiteño asaltó dos cuarteles y una cárcel, pero los españoles respondieron asesinando a los presos. Luego, la lucha se extendió a las calles de la ciudad. Entre 200 y 300 personas, el uno por ciento de la población entonces, perdió la vida en la refriega. El saqueo de las tropas coloniales produjo pérdidas valoradas entre 200 y 500 mil pesos de la época. La matanza, ordenada por el gobernador español, Conde Ruiz de Castilla, como represalia por la Revolución del 10 de Agosto, tuvo amplia repercusión en toda la América Hispana, como un acto de barbarie española y justificación de la Guerra a Muerte decretada por el Libertador Simón Bolivar.

Contenido

Antecedentes

El Primer Grito de Independencia

La revolución del 10 de agosto de 1809, conocida en Ecuador comúnmente como Primer Grito de Independencia,fue un movimiento autonomista el cual proclamaba el retorno del rey Fernando VII, quien había sido derrocado debido a la invasión de los franceses, al mando de Napoléon Bonaparte, a España. Esta revolución fue liderada por una élite criolla, descendientes de españoles nacidos en América, la cual destituyó al presidente de la Real Audiencia de Quito, conde Ruíz de Castilla, y se instaló en el poder bajo la administración de quiteños y no de españoles.

La Junta Soberana de Quito

Se formó entonces la Junta Soberana de Quito bajo el liderazgo de Juan Pío Montúfar Marqués de Selva Alegre; quienes tomaron posesión de la administración de la Audiencia en la sala capitular de San Agustín, en la que redactaron además los lineamientos que seguirían. La Junta fue considerada desde un principio por las autoridades coloniales de la época como un acto de traición al rey y a España, por lo que se despacharon ejércitos de varias ciudades para someterla.

Disolución de la Junta Soberana

Las autoridades coloniales cercanas a Quito, desde el primer momento, consideraron que la Junta Soberana era una sublevación independentista y se apresuraron a reprimirla a sangre y fuego. A ningún funcionario español de la época convencieron las declaraciones de fidelidad al rey Fernando VII.

Poco ayudaron circulares como esta, que envió Quito a los cabildos de las ciudades más cercanas, hablando claramente de conceptos prohibidos por los españoles, como patria, libertad e independencia:

"Quito, Agosto 13 de 1809.- A los Señores Alféreses, Corregidores y Cabildos que existen en los asientos, villas y ciudades.- S. E. El Presidente de Estado, de acuerdo con la Honorable Junta y los Oidores de audiencia en pública convención, me han instruido que dirija a US. una circular en la que acredite y haga saber a todas las autoridades comarcanas que, facultados por un consentimiento general de todos los pueblos, e inspirados; de un sistema patrio, se ha procedido al instalamiento de un Consejo central, en donde con la circunspección que exigen las circunstancias se ha decretado que nuestro Gobierno gire bajo los dos ejes de independencia y libertad; para lo que han convenido la Honorable Junta y la Audiencia nacional en nombrar para Presidente a S. E. el señor marqués de Selva Alegre, caballero condecorado con la cruz del orden de Santiago. Lo comunico a US. para que en su reconocimiento se dirijan por el conducto ordinario letras y oficios satisfactorios de obediencia, después de haber practicado las reuniones y juntas, en las capitales de provincia y pueblos que sean convenientes; y fechas que sean se remitan las actas."[1]

Al mismo tiempo, solo las ciudades más cercanas, como Ibarra, Ambato y Riobamba, se sumaron al movimiento quiteño, mientras que Guayaquil se mantuvo leal al rey y sus autoridades pidieron al virrey del Perú el bloqueo de la costa ecuatoriana para asfixiar a Quito.

Desde Bogotá y Lima, los virreyes españoles despacharon con suma urgencia tropas para sofocar a la Junta Soberana.

En Popayán, el alferez real Gabriel de Santacruz contestó lo siguiente:

"Considerando que arbitrariamente se han sometido los revoltosos quiteños a establecer una Junta sin el previo consentimiento de la de España, y como se nos exige una obediencia independiente de nuestro Rey Don Fernando VII, por tan execrable atentado y en defensa de nuestro monarca decretamos: Art. único. Toda persona de toda clase, edad y condición, inclusos los dos sexos, que se adhiriese o mezclase por hechos, sediciones o comunicaciones en favor del Consejo central, negando la obediencia al Rey, será castigado con la pena del delito de lesa majestad". [2]

En Guayaquil, la opinión también fue contraria a la revolución de Quito. Solo la familia del futuro presidente del Ecuador Vicente Rocafuerte fue invitada por Montúfar y Morales a dar un golpe similar en el puerto, pero el gobernador Cucalón apresó a Rocafuerte y a su tío, Jacinto Bejarano, antes de que pudieran actuar.[3]

"El envío de tropas desde el Norte (de Panamá, Bogotá, Popayán, Pasto y Barbacoas) y desde el Sur (de Lima, Guayaquil y Cuenca), el bloqueo de la costa por parte del Virrey del Perú, General José Fernando Abascal y Sousa, Marqués de la Concordia, era esta la difícil situación de Quito, asediada por estas fuerzas, sin sal, sin armas suficientes y sin pertrechos, originaron el debilitamiento de la Junta. [4]

Desesperado, Montúfar remitió al puerto de Esmeraldas una carta para que se la entreguen a cualquier buque inglés, pidiendo el apoyo de Gran Bretaña para la Junta Soberana. La carta, dirigida "al Gabinete de San James y al augusto monarca de los mares", dice:

"pido como Presidente y a nombre de la Junta Suprema Gubernativa, armas y municiones de guerra que necesitamos, principalmente fusiles y sables... Apetece íntimamente esta Suprema Junta la más estrecha unión y alianza con su inmortal nación y la tranquilidad de nuestro comercio con ella".[5]

Lamentablemente, el apoyo británico a la independencia hispanoamericana se materializaría muchos años después.

Enterado de los hechos de Quito el virrey de la Nueva Granada, Antonio Amar y Borbón, se reunió con los notables de Bogotá, para auscultar sus criterios. Los monárquicos le adviertieron del peligro que significaba la revolución quiteña, mientras que los criollos le insinuaron que formara una Junta Soberana. La reunión le sirvió para convencerse del peligro de una revuelta similar en la capital del virreinato, por lo que reforzó la seguridad en Bogotá y despachó hacia Quito 300 soldados para aplastar a la Junta Soberana.

Los quiteños no obtuvieron apoyo de los pueblos cercanos. El 6 de octubre, un presionado Montúfar obligó a Ruiz de Castilla a abandonar el Palacio Real, donde vivía, y lo confinó en una quinta en Iñaquito, en las afueras de la capital.

La personalidad débil de Montúfar le hizo flaquear. Aunque se le considera sincero entusiasta de la independencia, no tuvo el liderazgo suficiente para continuar la lucha. El 12 de octubre de 1809 renunció a la presidencia, que recayó en otro aristócrata, José Guerrero, conde de Selva Florida.

Pero la Junta tenía en sí misma el germen de su fracaso:

"Hombres acaudalados y mansos por demás; letrados que pensaban gobernar el pueblo por las reglas del derecho civil, y paisanos que, hechos soldados de la noche a la mañana, habían de sostener la guerra que de seguro iban a levantar los antiguos gobernantes, si no por las mismas reglas, por los principios más humanos y clementes; no debían ni podían durar otro tiempo que el absolutamente necesario para que los enemigos pudieran concertarse, reunirse y asomar por las fronteras de la provincia."[6]

Finalmente, aislada y bloqueada, el 24 de octubre de 1809 la Junta devolvió el mando al conde Ruiz de Castilla, negociando con él que no se tomarían represalias y permitiendo el ingreso a la ciudad sin resistir de las tropas coloniales de Lima y Bogotá.

Ruiz de Castilla persigue a los patriotas

Ruiz de Castilla se mostró contento de que le devolvieran "el mando que me confió la piedad del rey", pero en el marco de una junta provincial, obediente al virrey de la Nueva Granada y a la Junta Central de España.

Ruiz de Castilla retornó a su Palacio el 25 de octubre, entre los vítores de sus simpatizantes. En la cercana Ambato, el ejército de Melchor de Aymerich, con 2200 soldados se preparaba para ingresar a Quito. Pero Ruiz de Castilla le ordenó a Aymerich retonar con su ejército a Cuenca, mientras esperaba la llegada de 500 hombres procedentes de Lima, capital del Virreinato del Perú, al mando de Manuel de Arredondo, un oficial español hijo del virrey del Río de la Plata y entroncado con los oidores de la Audiencia limeña.

En total, los españoles tenían una fuerza militar de 3500 hombres sitiando Quito, por lo que Ruiz de Castilla simplemente disolvió la Junta, y reestableció solemnemente la Real Audiencia de Quito, faltando a su palabra de manera escandalosa.

Luego persiguió y encarceló a los cabecillas del 10 de Agosto, obligando a los otros miembros a huir y esconderse. Con la ciudad ocupada por el Ejército colonial de Arredondo, Ruiz de Castilla ordenó a la Audiencia el inicio de procesos penales contra todos los patriotas, que fueron detenidos en su mayoría, al menos lo que no tenían títulos nobiliarios.

Precisa el historiador ecuatoriano Pedro Fermín Cevallos:

"Los patriotas no habían dado un solo paso por subvertir el orden público: diremos más, no habían respirado ni cabía que respirasen bajo el ojo apasionadamente prevenido de Arredondo; y con todo, el 4 de diciembre, el presidente mandó prender a cuantos estaban comprendidos en ese pasado que ofreció olvidar. Fueron pues, aprehendidos y llevados al cuartel que hoy es el Colegio Nacional, los señores José Ascásubi, Pedro Montúfar, Salinas, Morales, Quiroga, Arenas, Juan Larrea, Vélez, Villalobos, Olea, Cajías, Melo, Vinuesa, Peña, los presbíteros Riofrío y Correa y otros menos notables hasta algo más de sesenta. El ex-presidente Montúfar logró escapar, como escaparon también otros, pero fueron perseguidos con tenacidad, y perseguidos principalmente por los americanos don Pedro y don Nicolás Calisto, don Francisco y don Antonio Aguirre, don Andrés Salvador, don Pedro y don Antonio Cevallos, Núñez, Tordecillas y otros de tan desleales compatriotas (...) El marqués de Selva Alegre, Ante y otros de los principales cabecillas lograron siempre salvarse.[7]

Ruiz de Castilla decretó la pena de muerte para todos los que protegieran a los próceres, con este bando:

«En la ciudad de San Francisco de Quito a 4 de diciembre de 1809. El Excmo. señor conde Ruiz de Castilla, teniente general de estas provincias, etc., dijo: que habiéndose iniciado la circunstanciada y recomendable causa a los reos de Estado que fueron motores, auxiliadores y partidarios de la junta revolucionaria, levantada el día 10 de agosto del presente año, y siendo necesaria se proceda contra ellos con todo el rigor de las leyes que no exceptúan estado, clase ni fuero, mandaba que siempre que sepan de cualquiera de ellos los denuncien prontamente a este gobierno, bajo la pena de muerte a los que tal no lo hiciesen. A cuyo efecto y para que conste en el expediente, así lo proveyó etc. El conde Ruiz de Castilla.- Por S. E. Francisco Matute y Segura, escribano de S. M. y receptor»[8]

El juicio y el aumento de las tensiones

El obispo de Quito, Cuero y Caicedo, un entusiasta de la independencia, denunció las irregularidades que la Audiencia y sus fiscales cometieron en todos los procesos ante el virrey de Santa Fe, sin éxito. En el proceso se recurrió a la tortura y la falsificación de documentos. El fiscal fue el propio Tomás de Arrechaga, nombrado pocos meses antes Protector de Indios de la Junta. El ex miembro del Senado quiteño pidió la pena de muerte para 46 personas y el destierro para 30 más.

Ruiz de Castilla, como presidente de la Real Audiencia, debía dictar sentencia. Pero tras varias tribulaciones no lo hizo y se limitó a enviar el expediente de dos mil páginas al virrey de Santa Fe de Bogotá. Víctor Félix de San Miguel, un funcionario de la Audiencia, escoltado por soldados, partió la madrugada del 27 de junio de 1810 a Bogotá con el expediente. Según Pedro Fermín Cevallos, el expediente sobrevivió a la revuelta bogotana del 20 de julio de 1810 y se conserva en un archivo público de Colombia.

Para aquel entonces, ya se sabía que estaba viajando hacia Quito Carlos Montúfar, quien había sido nombrado en España comisionado regio de Quito, y que probablemente absolvería a los patriotas enjuiciados. No obstante, la tensión aumentaba entre las tropas coloniales y los quiteños.

El 2 de agosto de 1810

Los realistas de Quito y la Audiencia vieron con malos ojos la anunciada llegada del comisionado regio Carlos Montúfar. Por ello, enviaron prontamente a Bogotá el juicio en contra de los patriotas, esperando de vuelta las sentencias de muerte dictadas por el virrey. La persecusión de todos los implicados, de todas las clases sociales, fue implacable:

"El marqués de Miraflores murió de pesar, recluso en su propia casa, y cuando el gobierno traslució la muerte, mandó colocar una escolta cerca del cadáver y la conservó hasta que fue enterrado, pues presumió que se trataba de una evasión bajo el amparo de la mortaja de los muertos (...) El ensanche y tenacidad de esta persecución alarmó sobremanera los ánimos de todas las clases de la sociedad, y fueron centenares los que se ocultaron o huyeron buscando seguridad. Los víveres, en consecuencia, comenzaron a escasear hasta el término de comprarse la fanega de maíz en diez pesos, la de trigo en cuarenta y así lo demás; y las tropas que habían llegado, arrimadas a la protección de Arredondo, pusieron a rienda suelta su mala propensión e inmoralidades. Ruiz de Castilla mismo, dominado por el imperio de Arredondo, se dejaba llevar por este como un niño."[9]

La tensión entre los quiteños y los españoles iba en aumento. Empezaron a correr rumores de asesinato de los presos y del propio comisionado regio, quien aun no arribaba a Quito:

"Voces repetidas, bien que vagas, decían que los españoles protestaban no admitir al comisionado Montúfar sino hecho cadáver porque era bonapartista y traidor, que se mataría a los presos antes que él tuviera tiempo de ponerlos en libertad: que todos los hijos de Quito eran unos rebeldes e insurgentes, y otras especies de este orden, envueltas y confundidas entre la certeza, la falsedad y la exageración."[10]

Un capitán de apellido Barrantes amenazó con ejecutar a los presos si las turbas intentaban asaltar la cárcel, rumor que empezó a correr a fines de julio y principios de agosto.

Entonces, grupos de vecinos empezaron a trazar el plan para liberar a los presos. Se atacarían dos cuarteles: el Real de Lima y el de Santa Fe, que actualmente forman el Centro Cultural Metropolitano de Quito, y una casa cercana denominada El Presidio,donde estaban presos los hombres del pueblo llano.

Intento de liberación de los reclusos

Llegó entonces el jueves 2 de agosto de 1810. Ese día, poco antes de las dos de la tarde las campanas de la Catedral tocaron a rebato. Era la señal convenida para que los conspiradores, que paseaban discretamente por la Plaza Mayor, y los atrios de la Catedral y el Sagrario, entraran en acción. Se estima que no menos de tres mil soldados tenía el Ejército colonial, a los que pensaba enfrentarse un puñado de patriotas.

El primer ataque fue contra el presidio, según destaca Pedro Fermín Cevallos:

»Llegados el día y hora en que los conspiradores acababan de fijarse, suenan las campanas de alarma, y los llamados Pereira, Silva y Rodríguez, capitaneados por José Jerés, embisten contra el presidio, matan al centinela de una puñalada, hieren al oficial de servicio, dispersan a la guardia y se apoderan de sus armas. Como en esta cárcel había sólo una escolta de seis hombres con el oficial y cabo respectivos, logran fácilmente libertar a los presos, se visten, en junta de seis de estos, de los uniformes que encuentran a mano, y salen hechos soldados y con armas, con dirección a los cuarteles en auxilio de sus compañeros, a quienes suponían combatiendo todavía, conforme a los arreglos concertados. Los demás de los presos huyeron la mayor parte, y cinco de ellos, dándolas de honrados, se quedaron en el presidio para recibir poco después una muerte inmerecida».

El segundo ataque fue contra el Cuartel Real de Lima, en la actual calle Espejo:

"Al mismo tañido de las campanas, quince minutos antes de la hora dada, Landáburo a la cabeza, y los dos hermanos Pazmiños, Godoy, Albán, Mideros, Mosquera y Morales, armados de puñales, fuerzan y vencen la guardia del real de Lima, y quedan dueños del cuartel. Hácense de las armas de esta, y amedrentando a los soldados que encuentran dispersos por los corredores bajos y patio, se van a hilo a los calabozos para libertar a los presos que, a juicio de ellos, era lo más necesario y urgente para el buen éxito de su arrojo.[11]

El capitán español Galup, al advertir el asalto, grita "fuego a los presos" y desenvaina la espada para atacar. Cae, sin embargo, atravezado por la bayoneta de un patriota.

En el primer momento, y tomados por sorpresa, los por lo menos 500 soldados de la guardia (del batallón de Pardos y Morenos de Lima) no ofrecieron resistencia; pero después reaccionaron y disparando un cañón hicieron fuego sobre los asaltantes.

Mientras esto ocurría, el tercer grupo, que debía atacar el cuartel de Santa Fe, no lo hizo. Esto dio tiempo a los militares neogranadinos de reaccionar.

El combate empezó a generalizarse en las calles. El odiado oficial español Villaespesa fue interceptado por un quiteño que lo mató a puñaladas, a pesar de que este tuvo tiempo para desenvainar la espada. El comandante de los neogranadinos, Angulo, se hizo presente en su cuartel y tomó el mando de la situación.

Al llegar Angulo y no ser atacados, los soldados neogranadinos usan uno de sus cañones para volar la pared que separaba su cuartel del Real de Lima, en donde se suman a la lucha.

Los ocho quiteños que atacaron el cuartel fueron tomados por sorpresa. Dos de ellos, Mideros y Godoy, cayeron muertos al intentar escapar. Angulo mandó cerrar la puerta del cuartel. Y empezó la matanza.

Al observar esto, la gente que había liberado a los detenidos en el Presidio intentó atacar el cuartel. Pero desde el vecino Palacio Real y las ventanas del cuartel empezaron a llover las balas españolas, dispersando a los sublevados.

En el interior, los soldados empezaron a cumplir su amenaza de matar a los presos. Contrariamente a la creencia popular de que los mataron en los sótanos del Cuartel -reforzada por la instalación de un museo de cera en el siglo XX-, la mayor parte fueron asesinados en los pisos altos y solamente uno de los presos del sótano murió. Inclusive, quienes estaban en las catacumbas lograron alcanzar las alcantarillas y la quebrada bajo el edificio y lograron huir por ellas.

Particular horror tuvo el martirio del prócer Manuel Quiroga, asesinado frente a sus hijas, que habían ido a visitarlo:

"Las hijas de Quiroga, llevadas por desgracia a visitar a su padre en tan funesto día, presencian con el corazón palpitante las escenas sangrientas de que ellas mismas han escapado de milagro, sin que les tocara una sola bala de cuantas llovían sobre sus cabezas. Pasado ese primer instinto de terror que, en circunstancias semejantes, se concentra enteramente en el individuo, les sobreviene la memoria de su padre a quien desean salvar. Se dirigen al oficial de guardia, y le ruegan fervorosa y humildemente que le salve la vida, y sorprendido este de que aun estuviera vivo un enemigo de tanta suposición, se acompaña del cadete Jaramillo y entra en el rincón en que yacía Quiroga oculto: «Decid, le gritan, "¡Vivan los limeños!"». Quiroga responde ¡Viva la religión! Jaramillo, en réplica le descarga el primer sablazo, y luego los soldados otros y otros, hasta que cae muerto a las plantas de sus hijas."[12]

La forma en la que el joven patriota Mariano Castillo se salvó de la masacre, haciéndose pasar por muerto, fue muy comentada:

"Mariano Castillo, joven de gallardo parecer, valiente y de lucido entendimiento, había sido sólo herido de una bala en las espaldas, y mientras cuenta con que va a morir a bayonetazos, como murieron otros, aventura ocurrir a un arbitrio que puede salvarle. Desgarra sus vestidos, los ensucia con la sangre que está arrojando su cuerpo y se tiende como uno de tantos cadáveres. Los soldados que andan rebuscando a los que pudieran estar ocultos, y que pasan punzando los cadáveres con las bayonetas, punzan también a Castillo una y otra vez, y castillo recibe impasible y yerto diez puntazos sin dar la menor señal de vida. Por la noche, cuando estaba ya velándose en San Agustín entre los cadáveres recogidos por los religiosos de este convento, se dejó conocer como vivo, y los reverendos se lo llevaron con entusiasmo a una celda muy segura. Castillo salvó así, después de tres o cuatro meses que duró la curación de sus heridas".

Pero los principales líderes no tuvieron la suerte del joven Castillo. Según Pedro Fermín Cevallos, los más conocidos próceres asesinados fueron:

"El coronel Salinas, Morales, Quiroga, Arenas, tío de (Vicente) Rocafuerte, el que llegó a regir su patria como presidente de la República, el presbítero Riofrío, el teniente coronel don Francisco Javier Ascásubi, los de igual graduación don Nicolás Aguilera y don Antonio Peña, el capitán don José Vinuesa, el teniente don Juan Larrea y Guerrero, el alférez don Manuel Cajías, el gobernador de Canelos don Mariano Villalobos, el escribano don Anastasio Olea, don Vicente Melo, uno de apellido Tovar y una esclava de Quiroga que estaba encinta; fueron las víctimas impíamente sacrificadas en el cuartel el 2 de agosto.

Hubo, sin embargo, otros próceres que se salvaron de la muerte por otros medios:

"Don Pedro Montúfar, don Nicolás Vélez, el presbítero Castelo, don Manuel Angulo y el joven Castillo, de quien hablamos, fueron los únicos presos que, de los que ocupaban los calabozos altos, lograron escapar. Montúfar se hallaba muy enfermo, y había conseguido a grandes esfuerzos salir del cuartel tres días antes del funesto día: Vélez se había fingido loco al remate, y con tanta naturalidad que, burlando la inspección y examen de los facultativos, tuvo que ser arrojado a empujones del cuartel como intolerable demente; Castelo y Angulo consiguieron fugar en junta de los asaltadores al cuartel, porque probablemente no estuvieron aherrojados como los otros presos, o estuvieron ya desengrillados. De los que ocupaban los calabozos bajos sólo fue asesinado don Vicente Melo: los demás escaparon, bien uniéndose a Landáburo y los Pazmiños, bien huyendo por los agujeros que caían a la quebrada que atraviesa baja el cuartel."

La matanza en las calles de Quito

Consumada la ejecución de los patriotas, las tropas coloniales empezaron a disparar contra el pueblo que se encontraba afuera del cuartel y en las calles cercanas. Algunos de los conjurados respondieron con fuego de fusiles y escopetas. El combate empezó en la actual calle García Moreno. Los patriotas disparaban contra las fuerzas coloniales, hasta que fueron obligados a retroceder hacia la actual calle Rocafuerte, donde se encuentra el Arco de la Reina y el Museo de la Ciudad (antiguo hospital San Juan de Dios).

Los soldados españoles subieron al Arco y desde ahí cogieron en dos fuegos a los quiteños, frente a la Iglesia de la Compañía. Los quiteños se dispersaron, dirigiéndose a los barrios de San Blas, San Roque y San Sebastián.

Un testigo presencial, citado por Cevallos, dice:

«Uno de los presos que salieron del presidio, dice el doctor Caicedo, se colocó en el pretil de la Catedral, y desde allí arrolló a los mulatos (las tropas de Lima), hasta que acabados los cartuchos le acertaron un balazo. Quedó caído y medio muerto, y fueron a rematarle con las culatas de los fusiles, como lo verificaron. Lo mismo hicieron con una india que estaba en la plaza (de la Independencia), con un covachero y con un músico que iba para el (monasterio de el) Carmen de la nueva fundación. Todo esta pasó por mi vista».

El testigo continúa su descripción del combate, en donde quiteños desarmados se enfrentaron a a los soldados coloniales, que tenían la orden de matar a quien encontraran en la calle:

«En la calle del marqués de Solanda (actual calle Venezuela) desarmaron cuatro mozos a seis fusileros que llevaban sus arcabuces cargados y armados de bayonetas; pero allí mismo murió un pordiosero. En la calle del Correo tres solos paisanos hicieron huir a una patrulla, la desafiaron y silbaron; pero allí mismo abalearon a un indefenso, a quien remataron porque quedó medio vivo, haciendo pasar la caballería por encima una y otra vez. Por la calle de la Platería corrieron los mulatos que guardaban el presidio; pero allí mismo dieron un balazo a un músico, y porque no murió del todo le destaparon los sesos con las culatas de los fusiles. En la calle de Sanbuenaventura hicieron fuego los santafereños; pero allí murió uno que hizo frente, a manos de un mozo desarmado, quitándole el fusil y pasándole con la bayoneta. ¡Oh, si pudiera yo referir los prodigios de valor que se vieron en esa época: gente que sólo con cuchillos se esforzó a libertar a su patria del yugo de la tiranía...! Bastará reflexionar acerca de un pasaje asombroso y original. Luego que escampó algo la tempestad entró en la plaza mayor un mozo desarmado, a quien sin duda llevó la curiosidad al mayor peligro. Tiró por la esquina de la grada larga de la catedral, cuando reparó a un limeño que le apuntaba. Se paró el mozo, y al ver la acción de rastrillar, se agachó y evitó el golpe. En la contingencia de ser muerto por la espalda o por delante, por su indefensión, eligió el segundo extremo y, mientras se cargaba por segunda vez el fusil, avanzó hacia el soldado. Distaría unos veinte pasos cuando se le apuntó de nuevo. Volvió a pararse y gritó de este modo: Apunta bien, zambo, porque si yerras otra vez, te mato. El susto o la borrachera del tirador, o sea la viveza del mozo, lo escapó de este segundo riesgo; pero no pasó el tercero, pues como un halcón se echó sobre él, lo cogió de los cabezones y lo estrelló contra el pretil, dejando en las piedras regados los sesos. A vista de esto lo envistió una patrulla, pero él encontró la vida en la velocidad de su carrera».

Hasta las mujeres quiteñas se sumaron a la lucha, como refleja este testimonio:

"Pasó una patrulla armada hacia el puente de la Merced, y la vieron unas pocas mujeres que no pasaban de seis. Se encargaron de la empresa de perseguirla y asesinarla, y con sólo piedras lograron ponerla en fuga vergonzosa. No fue el privilegio del sexo el que obró esta maravilla, puesto que ya habían muerto a algunas en las calles, y en su balcón a una señora, Monje de apellido".

Pero la orden de Ruiz de Castilla, en su criminal afán, iba más a allá del simple saqueo: había dispuesto incendiar la ciudad como castigo. Otro español, el oidor de la Real Audiencia Tenorio, se opuso a la criminal orden. Pero los soldados cumplieron con el resto de la disposición, que consistía en:

"Salieron todos los soldados en patrulla por todas las calles, matando a fuego y acero a cuantos encontraban en el camino, a cuantos veían en los balcones y cuantos se paraban en las tiendas y zaguanes, como si todos fueran gallinazos, tórtolas o perros; no escapándose de este rigor niños ni mujeres, de los cuales se sabe que fueron hasta trece y de las mujeres tres".

Al crimen y la matanza, las tropas de España sumaron el robo y el saqueo. Precisan los testigos presenciales, en testimonios conservados por Cevallos:

"No paró en esto sólo, sino que los facinerosos hicieron de una vía dos mandados, y fue que con mandamiento entraron en las casas que más noticias tenían de acaudaladas, y saquearon cuantos doblones, moneda blanca, alhajas, plata labrada y ropas encontraron. Entre varas, la de don Luis Cifuentes, al que le quitaron más de siete mil pesos en doblones, cincuenta y siete mil en dinero blanco... No contentos con robarse lo dicho, despedazaron muchos espejos de cuerpo entero, arañas de cristal y relojes de mucho aprecio, saliendo con los baúles a la calle que hace esquina de San Agustín (Venezuela y Chile actualmente) a repartirse entre ellos todo lo que habían saqueado; de modo que no tenían otra medida para su división que la copa de un sombrero, por lo que toca a dinero, y lo demás a lo que más podía cada uno.Por la noche rompieron muchísimas puertas de tienda, y cobachuelas del comercio y las dejaron en esqueleto, y prosiguen aún hasta hoy haciendo muchísimas extorsiones, hiriendo y lastimando a los que procuran defensa».

Sobre la cantidad de víctimas, se estima que alcanzaron entre 200 y 300, aproximadamente el 1% de la población de la ciudad. Una matanza similar en la actualidad produciría no menos de 2240 muertos, cantidad cercana a las víctimas del 11 de septiembre en Nueva York.

Parreño, en sus Casos raros acaecidos en esta capital dice:

«Luego que la tropa de Lima hizo este asesinato, (el de los presos del cuartel), salió por todas las calles matando a cuantos se encontraban en ellas, sin distinguir personas, calidad ni edad, pues no se escaparon ni los niños tiernos. Hecha esta inhumana matanza, que pasan de doscientos los que se han podido enumerar, y no llegaron a más porque procuraron huir unos y esconderse otros. Salió la tropa a son de caja, y robó las casas más ricas, tiendas de mercancías, vinos y mistelas; luego las pulperías y estancos, rompiendo las puertas a pulsos y con las armas, sin haber magistrado que lo impida, porque miraron con indiferencia que se hagan los asesinatos y robos cometidos con nombre de saqueo. Se asegura que pasaron de doscientos mil pesos, pues sólo de la casa de don Luis Cifuentes se sacaron entalegados entre doblones y dinero ochenta y cinco mil pesos, fuera de muchas alhajas de oro, plata y piedras preciosas».

Los españoles reportaron no menos de 200 soldados desaparecidos, así como haber disparado por lo menos 20 mil tiros de fusil sus tropas. Anunciaron oficialmente que los muertos del pueblo fueron solo 80, contando con los presos. El saqueo se estimó en por lo menos medio millón de pesos.

La intervención del obispo José Cuero y Caicedo contribuyó a detener los enfrentamientos y pacificar la ciudad. Con una procesión improvisada, el obispo paseó por las calles, en aras de detener la matanza. Luego, se apersonó en Palacio para negociar con Ruiz de Castilla y sus soldados:

"El digno prelado de la diócesis, testigo de los excesos cometidos en la ciudad, lastimado de las desgracias de su rebaño y teniendo, como segura una nueva lucha, si no adoptaba el gobierno un temperamento conciliador, se presentó en el palacio y ayudado del provisor señor Caicedo y del orador don Miguel Antonio Rodríguez, eclesiástico muy distinguido por su elocuencia ofreció calmar las agitaciones de los pueblos, siempre que los gobernantes se resolvieran a hacerles algunas concesiones. El presidente, las oidores, los jefes militares y más altos empleados meditaron debidamente y discutieron con serenidad acerca de las providencias que convenía dictarse, y celebrada la junta que convocó el primero, se dio el acuerdo de 4 de agosto, que se publicó el día siguiente. A juzgarse por el contenido de sus artículos, el gobierno recibió la ley que le impuso la revolución, y Quito, aunque vencido, sostuvo sus derechos y quedaron abatidos los vencedores".[13]

Repercusión de la matanza en la América Hispana

La matanza del 2 de agosto de 1810, tuvo repercusión continental. Así en Caracas:

"El 22 de Octubre de 1810, en Caracas, cuando llegaron las noticias, se produjo un motín, al mando de José Félix Ribas, pidiendo la expulsión de los españoles. Se celebraron solemnes honras fúnebres por los patriotas quiteños fallecidos, y los poetas Sata y Bussy, García de Sena y Vicente Salías les dedicaron sentidos versos; los ritos fúnebres fueron oficiados en la iglesia de Altamira, y se costearon por suscripción popular; en un catafalco se puso esta leyenda: "Para apiadar al Altísimo irritado por los crímenes cometidos en Quito contra la inocencia americana ofrecen este holocausto el gobierno y el pueblo de Caracas";"[14]

En Bogotá, Francisco José de Caldas protestó por los hechos en su periódico “Diario Político”. Caldas conocía bien el Ecuador pues lo había recorrido en varias expediciones científicas.

Para el bogotano Miguel Pombo Quito fue "el pueblo que primero levantó su cabeza para reclamar su libertad".

"Los cuarteles fueron abiertos para recibir voluntarios y pronto se llenaron de jóvenes que querían vengar la matanza de Quito. La Suprema Junta Gubernativa dirigió una exhortación patriótica al pueblo de Bogotá, expresó su solidaridad al Cabildo de Quito y amenazó con represalias al Conde Ruiz de Castilla. Fueron varios los periódicos de la época que se refirieron a esta tragedia."[15]

Una de las justificaciones de la "guerra a muerte" declarada por Bolívar contra España en Valencia el 20 de septiembre de 1813 [16] , fue la criminal matanza de civiles desarmados en Quito ordenada por Ruiz de Castilla:

"En los muros sangrientos de Quito fue donde España, la primera, despedazó los derechos de la naturaleza y de las naciones. Desde aquel momento del año 1810, en que corrió sangre de los Quiroga, Salinas, etc., nos armaron con la espada de las represalias para vengar aquéllas sobre todos los españoles...".

Para el Libertador, la criminal represión que se dio en Quito, fue el preludio de las atrocidades que en toda la Nueva Granada y Venezuela cometerían los comandantes coloniales españoles, como Toribio Montes y José Tomás Boves, a los que Bolívar respondería con la declaratoria de "guerra a muerte", que implicaba la ejecución de civiles españoles como represalia: "españoles y canarios, contad con la muerte aún si sois indiferentes", declaró Bolívar.

Referencias


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