Sor Ana de los Ángeles Monteagudo

Sor Ana de los Ángeles Monteagudo
Para otros usos de este término, véase Sor Ana de los Ángeles Monteagudo (desambiguación).
Sor Ana de los Ángeles Monteagudo
Nombre Ana Monteagudo Ponce de León
Nacimiento 26 de julio de 1602 o 1604
Arequipa, Perú
Fallecimiento 10 de enero de 1686 (83 o 81 años)
Arequipa, Perú
Venerado en Iglesia Católica
Beatificación 2 de febrero de 1985 por el Papa Juan Pablo II

Ana Monteagudo Ponce de León (Arequipa, 26 de julio de 1602 o 1604 - 10 de enero de 1686), más conocida como Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, es una beata peruana y religiosa dominica. Beatificada por el papa Juan Pablo II en 1985. Es la primera beata arequipeña.

Contenido

Biografía

Ana Monteagudo Ponce de León conocida como Sor Ana de los Ángeles Monteagudo, es una beata peruana. Nació en Arequipa el 26 de julio de 1602 o 1604. Fue hija del español Sebastián Monteagudo de la Jara, y de la dama arequipeña Francisca Ponce de León. Fue la cuarta de ocho hermanos. No se conoce exactamente la fecha de su nacimiento porque su partida de bautismo se perdió durante un incendio en la Iglesia Mayor de Arequipa en 1620. A los tres años, fue entregada a las monjas catalinas que residían en el Monasterio de Santa Catalina, de la Orden Dominica. para ser educada e instruida. Es de suponer que el trato con algunas religiosas de probada virtud fuera sembrando en su alma el deseo -que luego se transformó en vocación- de entregarse a Dios como religiosa dominica de clausura.

Noviciado

Cuando tenía aproximadamente 14 años de edad, sus padres decidieron que ya había llegado el momento de reintegrarla a la vida de la ciudad y fue retirada del monasterio, con el fin de comprometerla. La joven Ana, de vuelta a su casa, decidió seguir con el mismo género de vida que hasta entonces había llevado en el monasterio de Santa Catalina. Hizo de su habitación un lugar de retiro, donde trabajaba y rezaba, sin descuidar los quehaceres de la casa. Un día, mientras meditaba en su aposento, se le apareció en una visión, Santa Catalina de Siena, quien le hizo saber de parte de Dios, que había sido elegida para entrar en el estado religioso, vistiendo el hábito dominicano. Le dirigió estas palabras: "Ana, hija mía, este hábito te tengo preparado; déjalo todo por Dios; yo te aseguro que nada te faltará". Le daba a entender que debía prepararse para un gran combate espiritual, donde no faltarían las asechanzas del enemigo, pero que con la ayuda de Dios obtendría al final la victoria. Confortada por esta visión, Ana decidió buscar la forma más eficaz para regresar al monasterio de Santa Catalina, pues sus familiares no querían que se hiciera religiosa, hasta el punto de vigilarla constantemente. Aprovechando una ocasión en que nadie la vigilaba, salió de la casa y encontró a un joven llamado Domingo que -a petición de ella- la acompañó hasta el monasterio. Una vez llegados al lugar de destino, agradeció al muchacho el favor prestado y le pidió comunicara a sus padres el lugar donde estaba. Sus padres, al conocer el paradero de su hija se indignaron en extremo, pues ya tenían decidido darla por esposa a un joven distinguido y rico; y fueron al monasterio con la firme resolución de hacerla regresar a su casa. A este fin nada dejaron de intentar para disuadirla de su propósito. Le ofrecieron regalos y prometieron darle cuanto le apeteciera; pero ella con todo respeto y humildad les respondió, que se quedasen con todo aquello, que sólo deseaba tener a Jesucristo como esposo y llevar el hábito que llevaba puesto. Les pidió que se resignasen como buenos cristianos con la voluntad de Dios. Viendo los padres de Ana que no conseguían su cometido, se llenaron de ira y recurrieron a las amenazas e injurias, secundados por la Madre Priora, quien -por temor y debilidad- quiso también que regresara con sus padres. A pesar de todo, Ana permaneció firme en su decisión, apoyada por las demás monjas, que aconsejaron retenerla en el monasterio hasta que, calmados los ánimos, se pudiera juzgar lo que fuera para mayor Gloria de Dios. La Madre Priora, mal dispuesta con Ana, se propuso tratarla con mucha dureza, con la finalidad de cansarla y obligarla así a regresar con sus padres; pero Ana soportó esta prueba con gran paciencia y resignación. Entretanto, dolida por el comportamiento de sus padres, quiso reconciliarse con ellos, mediante los buenos oficios de su hermano Sebastián, quien no sólo logró su intento, sino que la socorrió con todo lo necesario para su mantenimiento. Intercedió también ante la Priora para que cambiara su manera de proceder, consiguiendo su cometido. Efectivamente, la Priora reconoció la vocación y el buen espíritu de Ana, y comenzó a quererla como a todas las demás, aceptándola como novicia. Corría el año 1616 cuando Ana fue aceptada como novicia en el Monasterio de Santa Catalina. Fue entonces cuando añadió a su nombre el apelativo "de los Ángeles". Bien pronto abrazó con alegría todas las austeridades del estado religioso, observando con exactitud la Regla Dominicana y desprendiéndose completamente de los bienes de este mundo. Leyendo un día la vida de San Nicolás de Tolentino, le llamó la atención la gran devoción que este Santo tenía por las benditas Ánimas del Purgatorio y los sufragios que ofrecía para librarlas de las penas de ese lugar; y tomó la resolución de dedicarse también ella a socorrer a esas almas necesitadas. Durante el tiempo de su noviciado comenzó a desarrollar el espíritu de penitencia, castigando su cuerpo con disciplinas y ayunos, adquiriendo de esta manera un mayor dominio de sí misma. Sus delicias estaban en la oración y en la meditación. Especialmente llenaba su alma la consideración de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Estaba muy a gusto con las demás novicias y las veía como mejores que ella, rogándoles le enseñasen a ser una verdadera religiosa dominica. Se consideraba a sí misma como una gran pecadora y cuando veía a las otras religiosas ocupadas en ejercicios humildes, suplicaba ser también ella empleada en esos servicios.

Vida en el convento

Terminado el año de noviciado y habiendo dado pruebas más que suficientes de su idoneidad, le llegó el tiempo de su profesión religiosa. Le faltaba la "dote", que sus padres se negaban a entregar, con el objeto de obligarla a regresar con ellos. Francisco, su hermano sacerdote acudió en su ayuda, pagando generosamente la dote prescrita. Superadas estas dificultades pudo hacer su "Profesión Religiosa" con gran alegría y contento. Abrazado ya el estado religioso y hechos sus votos temporales, dirigió todas sus miradas y consagró todas sus energías a realizar el ideal de la vida religiosa, íntimamente persuadida de que toda su perfección y santidad consistía solamente en el exacto cumplimiento de sus votos y demás obligaciones de religiosa dominica. Procuraba desasirse de los bienes terrenos, vistiendo hábitos usados y remendados, sandalias viejas -desechadas por otras religiosas-, y no poniéndose nunca cosa nueva, dando para las demás las cosas que recibía. Vivía una gran abstinencia, comiendo sólo para conservar la vida, sin regalar su gusto. Conseguía así que su alma tuviese un completo dominio sobre su cuerpo. Fue obediente en todo, casta y pura, mortificada interna y externamente, amante del retiro, diligente en el Coro, y cumplidora de todos sus deberes. Derramaba su espíritu en la oración asidua, tomando de ella la fuerza para el difícil camino de la perfección. La M. Priora, viendo que Ana se inclinaba a las cosas del servicio de Dios, la nombró "sacristana"; oficio que ella ejerció con mucho gusto y exactitud. Cuidaba muchísimo la limpieza y decencia de todo lo relativo al culto y lo trataba con sumo cuidado. Lavaba con gran veneración los corporales y purificadores, considerando que iban a estar en contacto con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El celo por la casa de Dios y la pureza del culto fueron tan grandes en Ana, que con frecuencia amonestaba hasta a los mismos sacerdotes para que tratasen con todo respeto al Señor, rogándoles atendiesen a la santidad del corazón y a la pureza del alma. Era tan minucioso el cuidado que ponía en todo lo relativo al Santo Sacrificio del altar que, hasta preparaba agua aromática para que los sacerdotes se lavasen con ella las manos antes de celebrar la Santa Misa. Fue durante este tiempo cuando tuvo conocimiento de su parentesco con San Tomás de Villanueva, al que llegó a tener una gran devoción. Necesitando el monasterio una imagen de la Santísima Virgen que presidiera los actos de la comunidad, fue Ana quien aceleró los trámites para traerla cuanto antes. Las monjas al ver la maravillosa imagen, tan tierna y acogedora, decidieron darle el nombre de "Nuestra Señora de los Remedios". Una gran muestra de confianza hacia ella fue el encargo que se le hizo de ser Maestra de Novicias. Durante el tiempo que ejerció este delicado oficio ilustró siempre con su ejemplo todo cuanto enseñaba de palabra. Trataba a las novicias con gran caridad y afecto, pero nunca dejaba de exigirles el exacto cumplimiento de todas sus obligaciones.

Priora del monasterio

En 1647, Mons. Pedro de Ortega Sotomayor, recientemente nombrado Obispo de Arequipa, quiso visitar el Monasterio de Santa Catalina. Enseguida comprobó el abandono espiritual en que se encontraba. Conversando con varias de las religiosas descubrió las cualidades extraordinarias de la entonces Maestra de Novicias Ana de los Ángeles y manifestó el deseo de que fuera ella quien gobernase dicho monasterio. A los pocos meses eligieron a Sor Ana de los Ángeles como nueva Priora. Cuando recibió ese cargo, vivían en el monasterio cerca de 300 personas: 75 monjas de Coro; 17 legas; 5 novicias; 14 donadas; 7 criadas personales; 75 educandas; 130 siervas; y no pocas huérfanas y viudas. Estas últimas se refugiaban en el monasterio para cuidar su buen nombre, pero no dejaban de vivir "según el mundo", rodeadas de servidumbre, entregadas al cuidado de sus personas y gozando de todo lo que la moda de aquel tiempo les ofrecía. Al contacto con este género de vida algunas de las monjas se contagiaban, y degeneraba su espíritu religioso hasta el punto de ser en el monasterio origen de muchos conflictos y pésimo ejemplo para las religiosas más jóvenes. Entretanto la nueva Priora conoce muy bien esta situación y sabe con cuanta prudencia y energía deberá corregir esos graves abusos. En un principio no quiso Ana de los Ángeles aceptar el cargo de Priora, pues se reputaba incapaz e indigna. Fue entonces cuando tomó las llaves del monasterio y las colocó delante de la imagen de Nuestro Señor, pidiéndole que encargase ese oficio a quien pudiese ejercerlo mejor que ella. Pero oyó una voz interior que le mandaba aceptar el gobierno del monasterio. Obedeció inmediatamente y tomó sobre sí aquel peso, confiando en el auxilio divino. Su principal preocupación fue devolver la disciplina al monasterio, haciendo observar las reglas a todas las religiosas sin admitir excepciones. Daba avisos en privado y en público, corregía defectos, haciendo volver al camino correcto a quienes se hubieran apartado de él. Cuando alguna religiosa faltaba a sus obligaciones, la tomaba consigo y, estando a solas, como si no fuese ella la superiora, la amonestaba con inmenso cariño, a fin de evitar la repetición de la culpa. Fue siempre madre amantísima de todas sus religiosas; nunca desidiosa ni impaciente. Procuraba ingeniosamente servir a las demás, siempre con el rostro contento y afable. No perdía ocasión para insinuar en sus corazones el amor a la santa virtud de la caridad. Disimulaba generosamente los defectos de las demás religiosas, pero no dejaba de buscar la oportunidad de corregírselos a solas con benevolencia y con cierta severidad. Con ocasión de las enfermedades, se olvidaba completamente de sí misma y se dedicaba a cuidar a las enfermas -día y noche- con gran afecto, y les prodigaba toda suerte de alivios y consuelos. Era especialmente solícita para que se les administrasen los Santos Sacramentos. Viendo los desórdenes de algunas religiosas contagiadas de las vanidades de este mundo y la dureza de sus rebeldías, se acercaba a ellas y les aconsejaba que se sometieran al suave yugo de la obediencia -"Mi yugo es suave y Mi carga ligera", decía Jesús- y cumpliesen las obligaciones de su estado religioso. Gracias a sus exhortaciones y a su ejemplo, fueron muchas las religiosas que regresaron al camino correcto y a la observancia de sus obligaciones. No obstante su gran amor por todas las monjas que tenía encomendadas, tuvo que aguantar muchas ofensas de parte de algunas religiosas que no querían volver al rigor de una vida de austeridad y entrega a Dios. Ana de los Ángeles supo siempre perdonar a quienes la habían ofendido a ejemplo de Jesús que perdonaba a los que le crucificaban. Una de sus preocupaciones fue la observancia del silencio en todo su rigor. Lo prescribió muy exigente en algunos tiempos del año, dando ella la primera el ejemplo conveniente. El demonio, al ver las reformas que se estaban haciendo en el monasterio, se desató contra la Priora en formas muy diversas. Cuéntase que en cierta ocasión, caminaba ella acompañada de otras dos religiosas y comenzaron a lloverles carbones encendidos sobre sus cabezas, especialmente sobre la Priora. Cuando todo terminó comenzaron a averiguar quién pudiera haber cometido tal maldad, y dirigiéndose a la Priora para atenderla, la vieron contenta y sin lesión alguna. Ella les advirtió que no se asustasen, pues era el demonio quien las había atacado. En otra oportunidad fue empujada por el mismo enemigo y cayó en una fosa cavada para hacer los cimientos de la Iglesia, pero también salió sana y salva, ayudada esta vez por las benditas almas del purgatorio. Terminado el oficio de Priora, que con tanto celo y prudencia había desempeñado, Ana de los Ángeles se sintió como aliviada de un gran peso y volvió con mucha alegría a ser súbdita, considerándose siempre, por su gran humildad, indigna de mandar a otras. Su vida siguió con toda normalidad, como la de cualquier otra de las religiosas. Pero su amor a Dios y a los demás, sus virtudes y su santidad iban creciendo constantemente.

Últimos años

Los últimos años de su vida se asemejaron a la Pasión de Jesús. Ella la meditaba constantemente, y Dios quiso que en su cuerpo se grabaran las señales del sufrimiento. Fueron casi diez años de constantes enfermedades, que iban debilitando sus fuerzas. Estuvo postrada en cama durante todo este tiempo, privada de la vista, con dolor de hígado, males en los riñones y vesícula, y un sudor continuo que le empapaba todas sus ropas. En esas circunstancias vino a ser para todas las monjas del monasterio un constante modelo de paciencia y aceptación de la voluntad de Dios. Sabía que sus dolores eran gratos a Jesús y que le serían premiados con la corona de la gloria eterna. Ofrecía todos sus achaques en reparación de sus pecados y pidiendo siempre por las almas del purgatorio. En toda su larga enfermedad nunca ocasionó molestias a quienes la cuidaban; se lamentaba más bien de que por su culpa sufrían los demás. Cuando su enfermedad se agravó, pedía confesarse a menudo y recibía la Sagrada Comunión todos los días. El Señor, entretanto, confortaba su alma con gracias extraordinarias, de las que nunca se vanaglorió, aceptándolas siempre con grandísima humildad. No queriendo ocasionar molestias a las demás, les repetía con frecuencia que cuando Dios la llamara, nadie se apercibiría de su muerte. Añadía también que en ese momento no estaría en su celda la imagen de San Nicolás de Tolentino, de la que pocas veces se separaba. Antes de morir, un pintor fue y retrató sus facciones, que es el único testimonio gráfico en vida de ella. La mañana del 10 de enero de 1686 se encontraba mejor de su enfermedad y hasta tenía mejor semblante, de tal manera que nada hacía presagiar su próxima muerte. Antes bien quiso entregar un "real" para que se mandase celebrar una Misa por el alma de una pobre india que se hallaba en gran necesidad. No había pasado mucho tiempo, cuando fueron a su celda para hablarle. La encontraron sentada en la cama, con el cuerpo apoyado hacia un lado, con las manos cruzadas y el Santo Rosario entre ellas. Al ver que no respondía a sus palabras, se le acercaron y la encontraron ya muerta. Murió de la forma que ella había previsto: sin que nadie la acompañara y mientras su querida imagen de San Nicolás de Tolentino se encontraba en la casa del Licenciado Marcos de Molina, que la había pedido para encomendarse a ella en su enfermedad. Apenas se supo de su muerte, acudieron al Monasterio de Santa Catalina gran cantidad de hombres y mujeres, quienes a sus oraciones unieron el dolor por el vacío que Ana de los Ángeles dejaba aquí en la tierra. Los funerales fueron celebrados por Mons. Antonio de León, Obispo de Arequipa; y asistieron los dos Capítulos de la ciudad, (Cabildo Civil y Eclesiástico) junto con gran cantidad de pueblo que llenó toda la iglesia. La fama de santidad y el alto concepto que se tenía de sus virtudes, estimularon al Sr. Obispo y a los personajes de la ciudad a hacer un honor tan singular a esta pobre monja. Fue tal el deseo de poseer algo de Sor Ana de los Ángeles, que el Sr. Obispo para calmar a la multitud se vio obligado a poner pena de excomunión contra aquellos que osasen tocar el cuerpo o los vestidos de la difunta. Fue enterrada bajo el coro del monasterio. Pasados diez meses de su tránsito al Cielo, sus restos mortales fueron trasladados a un lugar más distinguido y digno. Se abrió el ataúd y se encontró el cuerpo de la Beata Ana de los Ángeles no sólo incorrupto, sino también fresco como si hubiese muerto en ese momento, y sin vestigio de mal olor. El médico que asistió para hacer este reconocimiento, introdujo en el pecho la punta de una tijera y comprobó que su carne estaba colorada y fresca. La fama de santidad de Sor Ana de los Ángeles no sólo era reconocida en Arequipa sino también en otros muchos lugares; y por toda suerte de personas. Todos cuantos la trataron vieron en ella el Espíritu de Dios. Tanto los Obispos que fueron sucediéndose en Arequipa como los miembros del Venerable Cabildo Catedralicio, y otras personas doctas del clero regular y secular que la conocieron, descubrieron en ella una verdadera Santa y le tuvieron gran veneración y estima. Por tal motivo, el 17 de Julio de 1686, a los seis meses de su fallecimiento, el Obispo de Arequipa, Mons. Antonio de León inició el "Proceso Informativo" de la vida, virtudes y fama de santidad de Sor Ana de los Ángeles Monteagudo. De este proceso se hicieron dos copias: una se remitió en su momento a la Sagrada Congregación de Ritos y la otra se guardó en los archivos del Monasterio de Santa Catalina. Consta que el documento enviado a Roma se perdió, probablemente en un naufragio. En 1898, el Episcopado Americano, reunido en Roma pidió a S.S. León XIII la canonización de Fray Martín de Porres, incluyendo también la pronta beatificación de Sor Ana de los Ángeles. Mons. Manuel Segundo Ballón inicia la instrucción de un "Proceso Adicional", que fue remitido a Roma el 18 de Diciembre de 1903. Introduciéndose la Causa de Beatificación en la Sagrada Congregación de Ritos a mediados de Junio de 1917. En 1975 S.S. Pablo VI determina que se expida el decreto por el cual se reconoce oficialmente las virtudes heroicas practicadas por la Sierva de Dios. El 5 de Febrero de 1981 S.S. Juan Pablo II da por válido el milagro atribuido a Sor Ana de los Ángeles, obrado en favor de la señora María Vera de Jarrín, de un gravísimo e incurable tumor canceroso en el útero y en tercer grado. De esta manera culmina el largo proceso de las virtudes y milagros, quedando expedito el camino para la Beatificación.

Milagros

El 5 de febrero de 1981 el papa Juan Pablo II, dio por válido el milagro atribuido a Sor Ana de los Angeles. Obrado en favor de la señora María Vera de Jarrín, a la cual curó de un terrible cáncer de útero en tercer grado. La Sra. María Vera de Jarrín, madre de familia, nacida en Arequipa en 1886, fue sometida el día 2 de Noviembre de 1931 a un examen médico del útero, pues padeció frecuentes hemorragias. Como empeorara su salud, el día 10 de Marzo de 1932 fue sometida a una exploración más profunda en el Hospital Goyeneche. Abierta la parte inferior del abdomen, se descubrió, sin ninguna duda, un gravísimo tumor canceroso, que no sólo afectaba al útero sino que se extendía por toda la zona pélvica. No teniendo ninguna posibilidad humana de curación, los médicos omitieron todo tratamiento. No habían transcurrido dos días, cuando la enferma se sintió mejor. Su proceso de recuperación fue acelerándose, de tal manera que al cabo de un mes se la consideró apta para seguir cumpliendo sus quehaceres domésticos. Tres médicos, admirados por ello pensaron inmediatamente en una curación milagrosa. Lo mismo creyeron la enferma, sus parientes y amigos, quienes con indesmayable esperanza habían rogado a Sor Ana de los Ángeles su pronta curación. María Vera de Jarrín entregó su alma a Dios en el año 1966 sin tener ningún indicio de aquella maligna enfermedad.

Beatificación

La causa de santificación de Sor Ana empezó el 16 de julio de 1686, seis meses después de su muerte. Cuando las religiosas catalinas presentaron una petición de santificación por la cantidad de milagros que se le atribuían.

En la visita que realizó el papa Juan Pablo II al Perú en 1985 estuvo en Arequipa. Estando allí, beatificó a Sor Ana de los Ángeles Monteagudo el 2 de febrero de 1985. El Santo Padre pronunció estas palabras: "Hoy la Iglesia en Arequipa y en todo el Perú desea adorar a Dios de una manera especial por los beneficios que Él ha concedido al Pueblo de Dios mediante el servicio de una humilde religiosa: Sor Ana de los Ángeles".

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